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“Cuando se corta un árbol, que llama la lluvia, cae una estrella. Sin estrellas ni agua, nosotros vamos a acabar también…”

To´ohil Chan Kin, último líder espiritual de los mayas lacandones

En el verano de 1951, a los seis años de edad, mi madre, Blanca Buenfil, mi hermano Jorge y yo tomamos el Ferrocarril del Sureste en Mérida, donde vivíamos desde 1947, para alcanzar a mi padre, Alberto Ruz Lhuillier, a cargo de los trabajos arqueológicos por parte del INAH de toda la zona Maya.

El viaje en tren, primero de varios que haríamos en los años posteriores, con un vagón restaurant y sus meseros, un pulman de primera con las butacas tapizadas de terciopelo rojo ocre que en las noches se convertía en un dormitorio con literas de dos pisos, era una verdadera aventura para nosotros, ya que podíamos ver en la noche por la ventana los cambios de paisaje, por las primeras horas llano, con escasa vegetación, para convertirse en la apacible costa de Campeche, con sus playas y cocoteros; después en las colinas ganaderas de Tabasco y finalmente en las selvas tropicales de Chiapas conforme nos acercábamos a nuestro destino: la estación ferroviaria de Palenque.

Si bien estas diferencias estatales las fui aprendiendo poco a poco, las imágenes quedaron marcadas en mi memoria para siempre, asi como las frecuentes paradas en pequeños pueblos y rancherías, en las que al tren detenerse, docenas de pobladores mayas locales materialmente asaltaban todos los vagones para vender sus naranjas, guanábanas, chicozapotes, mameyes, caimitos, mangos, plátanos, así como sus tamales, elotes tiernos, dulces de coco y tamarindo, que ofrecían apresurados a los pasajeros, quienes desde las ventanas del tren regateaban, teniendo apenas el tiempo de aventarles unas monedas antes de la partida de la locomotora.

Al llegar a la estación de Palenque, más de 24 horas después de nuestra partida, mi padre,

vestido con sus pantalones y camisa caquis de campo, su sombrero tipo sarakof, botas hasta las rodillas, lentes para el sol, su pistola al cinto calibre 38 y su inseparable cámara fotográfica, nos esperaba con el chofer de un camión rojo de redilas, único vehículo motorizado en todo el Municipio, para llevarnos por una brecha abierta a machete en medio de la selva, hasta el pueblo de Santo Domingo de Palenque. 

En ese y el siguiente viaje, un año más tarde, nos instaló en la posada, única en el pueblo, de un personaje peculiar llamado Don Domingo Lacroix. En su patio convivían una docena de los animales más diversos de la región, venados, pecarís, monos aulladores, guacamayas, loros, pavorreales, un puerco espín, varias tortugas en un pequeño estanque cubierto de lirios, un tigrillo, e incluso un par de serpientes en unas jaulas hecha con tela de gallinero.

Esa tarde recorrimos el pueblo, que consistía en una pequeña plaza llena de frondosos árboles de ramón, almendros y hules que al caer la noche se llenaban de cuervos o urracas negros y ruidosas; una iglesia muy antigua, una tienda de abarrotes, una cárcel y una oficina de correos y telégrafo y el cementerio, a cuya entrada se erguía un enorme árbol, que mi padre llamó “el árbol de los ahorcados.” El resto consistía en unas pocas calles de tierra para caballos y carretas alrededor de la plaza, y el resto, algunas docenas de casas de madera, piso de tierra y techos de guano. Muchos de los pobladores trabajaban en la selva, en la tala de los árboles de maderas preciosas y el caucho. Todas las mujeres cocinaban con leña. 

Después de un necesario descanso y de tantas novedades, al amanecer del día siguiente volvimos a partir en el camión, esta vez por una terracería aún más enmarañada bordeada por árboles gigantescos como los que nunca habíamos visto en Yucatán, con lianas,  flores, de todas las dimensiones y colores brillantes colgadas de sus ramas, que uno de los trabajadores que viajaba con nosotros nos iba señalando e indicándonos sus nombres: ceiba, caoba, guayacán, cedros, chicozapotes, chacá o “brazo de indio,” como lo llamaba mi madre.  

Todo lo que veíamos nos recordaba a los escenarios de las películas de Johnny Weissmuller, el primer Tarzán, que con mi hermano habíamos visto en el cine e inspirado tanto en nuestros juegos. Gran parte de la terracería parecía perderse a tramos bajo un verdadero túnel de todas las tonalidades verdes imaginables.

Desde la selva, nos acompañaban los gruñidos, que confundimos al principio con rugidos de jaguares, y que luego descubrimos provenían de las gargantas de docenas de familias de saraguatos o monos aulladores. Cuando el cielo se despejaba, parvadas de pericos, guacamayas, parejas de tucanes y zopilotes dando vueltas en círculos, volaban añadiendo sus cantos, mientras de la selva, plagada de mariposas de distintos tamaños y clores, las más bellas tornasoladas, surgía un rumor persistente desconocido que iba creciendo mediante más nos internábamos y comenzábamos a ascender una pequeña sierra, que después mi padre nos explicó que se trataba de la voz de la selva, el concierto casi ensordecedor de las cigarras.  

De repente, llegamos a una gran explanada despejada de árboles, en la que contemplamos con los ojos desorbitados, como de la selva surgían una serie de pirámides y templos semi cubiertos por la vegetación, completamente diferentes a las de Chichén Itzá, Uxmal, Kabah, Edznah, Tulum, Coba que habíamos visitado con mi padre. Fue así que conocí por primera vez Palenque, que desde entonces he oído nombrar como Lakam Ha, o B´akaal, “Lugar de muchas aguas;” Na Chan “Casa de Serpientes,” “Tierra de las Casas fuertes” o de las “Casas de piedra,” atravesada por el arroyo Otulum.

Desde ese momento, a pesar de mi tierna edad, supe que había llegado a mi casa. 

Mi padre nos fue guiando a cada uno de los monumentales edificios, explicándonos a cuáles de las numerosas deidades mayas estaban dedicados en unos casos, y en otros a los nombres, locaciones o números que se les habían dado para identificarlos.  El grupo Norte, el templo del Jaguar, el del Sol, el de la Cruz Foliada, el del Conde, de los Murciélagos, el Palacio con su torre de observatorio, pero sobre todo el más majestuoso de ellos, el Templo de las Leyes o de las Inscripciones, debido al enorme tablero dividido en tres placas, con 617 jeroglifos que, en una de las paredes en su parte superior, se había conservado intacto.   

En este último edificio, desde 1949, mi padre y parte de su equipo se encontraba escavando lentamente una escalera que partía del piso del Templo de las Leyes, descendiendo por el corazón de la pirámide, con toda la galería completamente rellena de cascajo, piedras, arcilla, que había que ir extrayendo con cubetas, con una verdadera columna de trabajadores que por ocho horas cada día, subían y bajaban cargados, liberando apenas unos cuantos escalones cada año.     

 A cada paso de la visita la zona arqueológica, mi hermano y yo íbamos descubriendo nuevos lugares para explorarla por nuestra cuenta, a pesar de que mi padre nos hizo saber que existían por todos lados, tres diferentes serpientes tremendamente venenosas de la misma familia, las nauyacas o cuatro narices. Las de tierra, las de agua y las que vivían en el follaje y entre las ramas de los árboles. Su picada, nos advirtió, mataba en menos de una hora, y no siempre se contaba con el antídoto a mano para salvar a sus víctimas.

 Nos condujo después a los dos rústicos campamentos de la zona, a la orilla del rio de aguas cristalinas y de sus preciosas cascadas, como el Baño de la Reina, uno para él y su reducido grupo de jóvenes arqueólogos, o aprendices de arqueología, dibujantes y fotógrafos, y el otro, mayor, para la sesentena o más de trabajadores, albañiles, carpinteros y peones mayas provenientes la mayor parte de Oxkutzcab, en Yucatán, que lo acompañaban desde la primera temporada. Todos dormían en hamacas con pabellones para tratar de evitar el ataque de los mosquitos, así como la presencia entre sus sabanas o ropa de los alacranes, las serpientes y las enormes tarántulas peludas llamadas “las viudas negras.”

A unas cuantas semanas de esta inolvidable aventura, nuestras vacaciones de verano se acabaron y regresamos a Mérida, de nuevo en el Ferrocarril del Sureste, con cientos de historias que contar a nuestros primos, amigos y compañeros de escuela.

A mediados de junio del año siguiente, un telegrama urgente llegó a la oficina del INAH en Mérida, administrada por mi madre, en la que mi padre le decía: “Vente cuanto antes a Palenque con los niños, estamos a punto de hacer un importante descubrimiento en el Templo de las Inscripciones. Sin igual en Palenque y creo que en todo México.”

Lo que sucedió ese 15 de junio de 1952 cambió no solo el resto de la historia de la arqueología mexicana, sino radicalmente la del pueblo de Palenque; la de nuestra pequeña familia, y ahora lo sé con el paso de los años, también la mía.

El hallazgo de una cámara secreta al final de las escaleras, en cuyo interior se halla una enorme lápida completamente labrada, asentada sobre otro bloque monolítico, las paredes cubiertas de estalactitas y estalagmitas, parcialmente cubriendo las figuras de nueve personajes, conocidos como los Señores del Inframundo o “Bolontikús;” columnas calcáreas de varios metros de altura hasta el techo de la cámara,  dos cabezas de estuco sobre la lápida, hicieron creer a mi padre en ese primer momento que se trataba, del más magnifico altar de la Cultura Maya antes descubierto.

Sin embargo, cinco meses después, se reanudaron los trabajos, y al constatar que el bloque monolítico sobre el que reposaba la lápida de cinco toneladas de peso era hueco, la hizo levantar con cuatro gatos de camión, dándose a conocer el 27 de noviembre de 1952, que lo que se pensaba fuera un altar, era en realidad un sarcófago majestuoso que contenía los restos de un personaje de la nobleza palencana, cubierto de joyas de jade y ofrendas. Personaje que hoy en día se conoce como Pakal I o Pakal el Grande, aunque ese nombre ha sufrido varios cambios, entre ellos 8 Ahaw, Señor Escudo, y K´inich Janaab Pakal.      

Por primera vez en México y en todas las Américas, se había hallado que una pirámide colosal, como el Templo de las Leyes había sido construida con fines funerarios como en otras grandes civilizaciones del mundo. La noticia de este descubrimiento dio la vuelta del mundo, provocando una revolución arqueológica con repercusiones insospechables. 

La Civilización Maya, hasta entonces considerada como inferior en grandeza a otras civilizaciones como la egipcia, la griega, la romana, la china o mesopotámica, en poco tiempo alcanzó el reconocimiento como una de las más avanzadas de todos los tiempos. Los pocos mayistas que hasta entonces la habían comenzado a estudiar y dar a conocer, como Sylvanus Morley y Eric Thomson entre otros, tuvieron que admitir que éste hallazgo hacía obligatoria una reinterpretación de todo lo que hasta ese momento se creía, para revisar sus teorías e interpretaciones y profundizar en los conocimientos de esa cultura.

Docenas de Institutos y Universidades, especialmente norteamericanas, comenzaron a enviar numerosos equipos con instrumentos más sofisticados que con los que contaba el INAH en México, para realizar todo tipo de exploraciones y trabajos en las distintas zonas y centros arqueológicos del Sureste. 

Las incompletas carreteras que unían los territorios mayas con el resto del país, por órdenes presidenciales a la Secretaria de Transporte y Comunicaciones, aceleraron su construcción, asi como se completaron las vías férreas de vía angosta a vías anchas en los tramos que todavía faltaban entre Mérida y Coatzacoalcos. Se abrieron mejores pistas de aterrizaje, como la de Palenque, para el transporte de turistas en pequeñas naves Cessna. Se construyeron los primeros hoteles y restaurantes en Palenque, y de una población de menos de 5,000 habitantes a inicios de la década de los 1950´s, la hasta entonces Villa de Santo Domingo, fue elevada por el Gobierno de Chiapas a rango de Ciudad en 1972.

Igualmente, los presupuestos asignados por el INAH para realizar trabajos de limpieza, exploración, reconstrucción y seguridad de los centros ceremoniales mayas, en Yucatán, Campeche, Quintana Roo y Chiapas se multiplicaron conforme se fueron abriendo a un turismo, nacional e internacional cada vez más numeroso.  

Nuevas generaciones de egresados de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, (ENAH) comenzaron a ser enviados para encabezar proyectos en una quincena de zonas arqueológicas, mientras mi padre permaneció al frente de los trabajos en la sede principal del INAH localizada Mérida, como su principal responsable y coordinador hasta el año de 1959, con la asistencia de mi madre. Las primeras Guías de turismo de las zonas más visitadas fueron publicadas, asi como surgieron los primeros Museos de sitio, mejorándose y construyéndose nuevos alojamientos para los arqueólogos y sus equipos de trabajadores de campo.

En medio siglo, con el incremento del turismo, local y nacional, hasta convertirse en una de las primeras fuentes de ingreso económico nacional, las emigraciones de pobladores del Sureste, eminentemente originarios de las diferentes naciones mayas, yucatanenses, choles, tzotziles, tojolabales, manes y lacandones, que por siglos vivieron aisladas en pequeñas rancherías, caseríos y poblados a lo largo y ancho del extenso territorio provocaron que docenas  de millares de ellos comenzaran y continúan acudiendo en busca de trabajo a las ciudades que se han ido formando en torno de cada una de esas zonas arqueológicas más visitadas.

Palenque es uno de los casos más claros, aunque no el único. El poblado de Santo Domingo que hace menos de 70 años albergaba a menos de 5,000 habitantes, ahora cabecera del Municipio de Palenque, tiene entre 60,000 y 70,000. El Municipio todo, en uno de los últimos censos, registra que existen más de 450 localidades habitadas, que incluyen ejidos, comunidades, pueblos, barrios y todo tipo de asentamientos, con una población de más de 111,000 habitantes, de los cuales el 55 % son originarios mayas. Estos, mayormente choles, continúan viviendo en casas de madera, pisos de tierra y techos de guano sin ningún tipo de servicios básicos, agua potable, alumbrado, alcantarillado ni de drenaje sanitario.

Desde 1952 hasta 1959, cada verano tuve la oportunidad de acompañar a mi padre en sus trabajos de campo en Palenque, a veces con toda la familia viajando en el Ferrocarril del Sureste, a veces solo, a bordo de una pequeña avioneta Cessna, piloteada por el ingeniero que estaba a cargo de la construcción de la carretera para unir Campeche con Chiapas y Tabasco.

Al lado de mi padre, conforme fui creciendo hasta los 14 años, comencé a comprender el porqué de su pasión por todo lo relacionado con la Cultura Maya, sobre todo por su pasado, reflejado en su arquitectura, sus bajorrelieves, esculturas, estelas, escritura jeroglífica, cerámica, conocimientos astronómicos, numerología, vestuarios, costumbres religiosas, sistemas hidráulicos y de gobierno.   

Sus trabajos en el Sureste y sobre todo a raíz del descubrimiento de la Tumba del Halach Uinic de Palenque, (“Hombre verdadero” o gobernante) trajeron consigo invitaciones a varios países del mundo para dar conferencias, participar en foros y mesas redondas con otros mayistas, presentar sus obras más recientes, recibir premios y homenajes de distintos gobiernos, que permitieron que en algunas ocasiones viajásemos toda la familia con él, mientras su labor de compartir sus conocimientos sobre la Civilización Maya continuó ampliando la consciencia en el mundo sobre su importancia.         

Simultáneamente, al lado de mi madre, Blanca Buenfil, de origen mestizo, campechana, a cargo del personal de las diferentes zonas arqueológicas, del Museo de Mérida, de las publicaciones del INAH, fui aprendiendo e interesándome de la vida diaria de los mayas de entonces y de hoy en día, los millones de ellos que no desaparecieron como erróneamente se escucha, los descendientes de aquellos que construyeron esas ciudades y centros que hoy maravillan al mundo. Para conocer de sus problemas cotidianos y sociales, sus carencias, sus logros, fruto de esfuerzos inimaginables, pero también de sus fiestas, su generosidad, su inteligencia, su sencillez y hospitalidad. 

De las jóvenes mayas que cuidaban de nosotros, ya que nuestros padres pasaban la mayor parte del día en el trabajo o en el campo, aprendimos de la culinaria yucateca, los panuchos, kodzitos, papadzules, el relleno negro, la chaya, el pibilpollo para la fiesta de muertos. Escuchamos en las noches sus relatos de los chaneques, la Xtabay que seduce y se lleva a los hombres a la selva, los aluxes, algunas frases y canciones en maya, y que nos enseñaron a amar y cuidar de las plantas, flores, árboles y los animales. A sanar con las yerbas del jardín y del huerto los dolores de panza, resfríos y los sustos.  

A los 14 años tuvimos que dejar Mérida para trasladarnos al Distrito Federal. Nuestra vida dio otro giro vertiginoso.  

Mis padres dejaron de prestar sus servicios al INAH en 1960, creando juntos el Seminario y posteriormente el Centro de Estudios Mayas en la Universidad Nacional Autónoma de México, así como publicar su revista, la primera del género en el país. 

Por mi parte, tuve que acostumbrarme a la vida en la gran ciudad, continuar mis estudios hasta los universitarios, y en 1968 salir a un viaje de aventuras alrededor del mundo, para aprender de distintas culturas de nortemérica, Europa, Medio Oriente, noráfrica y Asia hasta mi regreso con mi nueva familia a principios de los 1980’s. Mi padre falleció en agosto de 1979 durante una gira en Canadá, y a mi regreso, pude rendirle mi homenaje en Palenque, donde sus cenizas reposan hasta ahora, en una pequeña pirámide a pocos pasos del Templo de las Inscripciones.

Por todos estos años, me acompañó la nostalgia de la selva, las pirámides y los templos, del pueblo maya, sobre todo, llevándome a mi regreso a buscar a los guardianes vivos de las tradiciones de esos pueblos. A aprender ahora de sus formas de mantener vivas sus tradiciones; de la importancia de sus ceremonias, realizadas cíclicamente al pie de las caídas de agua o de ceibas centenarias, en grutas, en medio de la selva, de sus calendarios, sus rezos, sus ofrendas a las entidades naturales y celestiales, el cuidado de sus comunidades y sus territorios.

Y desde entonces, hasta la fecha, esta es una de las pasiones que me llevan a escribir, dar conferencias, dar entrevistas, realizar documentales, viajar por el mundo para participar en encuentros internacionales, para seguir promoviendo la defensa de ésta y todas las culturas que han logrado mantener ese legado milenario que nos dejaron sus antepasados.

Escogí no ser ni catedrático, ni empresario, ni político, porque he preferido preservar mi independencia institucional, mi identidad de eterno buscador, de defensor de las buenas causas, de testigo y actor de los cambios, y si ahora he respondido a la invitación de mi gran amigo Salomón Bazbaz, con quien hemos caminado juntos en muchas de estas aventuras, es porque creo importante que si bien el proyecto del Tren Maya se considera fundamental para el bien común, quienes tomen la decisión de realizarlo, lo hagan con la consciencia de que el desarrollo ciego, sin tomar en cuenta de sus repercusiones naturales y sociales, nos seguirá conduciendo a lo que ya muchos científicos del mundo llaman una posible Sexta Extinción. 

Pero que esta vez no será solo la de los grandes dinosaurios, sino de nuestra especie, así como la desaparición de nuestras grandes capitales, sea bajo la selva, la nieve, las aguas, los desiertos o las cenizas de un invierno nuclear.

Si en la actualidad llegan cada año un promedio de 450,000 turistas, cuatro veces más que la población total del Municipio de Palenque, que acuden mayormente atraídos por la maravillosa zona arqueológica y el descubrimiento de la Tumba de Pakal; si la vieja estación del tren se ha transformada en una nueva ciudad satélite que se llama Pakalna; si la mayor parte de la selva lacandona ha desaparecido en pocas décadas por los incrementos desorbitantes de la ganadería y del monocultivo extensivo de las palmas de aceite; si el agua es cada vez más escasa en los manantiales, arroyos, cataratas y ríos de todo Chiapas; si una gran cantidad de los grandes abuelos árboles centenarios están cayendo por falta de agua y suelo; si miles de especies siguen desapareciendo por el acelerado crecimiento urbano, ¿cuántos años durará este boom turístico cuando con el Tren Maya lleguen, no miles, sino seguramente millones de visitantes al año?   

Por otro lado, la actual población de origen Maya en México asciende a 1,500,000 habitantes, su lengua es hablada por 800,000 y es la segunda en todo el país. De los más de 50,000 sitios arqueológicos geo-localizados por el INAH, se cuenta con una docena abiertos al público en Chiapas, además de medio centenar habilitados en el resto de los estados del Sureste maya para recibir turistas. Y ésta es solo una de las riquezas del patrimonio nacional y de la humanidad que puede beneficiarse del proyecto de Tren Maya, ya que hasta ahora no se ha contado con los recursos humanos, políticos, tecnológicos y económicos para explorarlos. 

El Tren Maya podría ser un instrumento para dar a conocer toda las manifestaciones y proyectos, hasta ahora desconocidos o poco conocidos, que ofrece la riqueza cultural, gastronómica, artesanal, científica, arquitectónica, literaria, artística, folclórica, además de las inmateriales y las naturales. Esto, siempre y cuando los beneficios obtenidos no solo sean para las empresas de bienes raíces, turísticas, hoteleras y de servicios, sino para ese gran porcentaje de la población de origen maya, hasta ahora muy abandonada, así como para la protección, regeneración y mejoramiento de los ecosistemas naturales, igualmente brutalmente depredados por el fuerte impacto descontrolado que hasta la fecha se sigue llevando con el actual modelo irracional de desarrollo.

El Caribe Maya, reconocido en el mundo como uno de los más visitados, bellos y ricos del mundo, por la falta de un adecuado plan integral de expansión, y debido a la sobreexplotación de sus elementos naturales, se encuentra en estos momentos convertido en una zona de desastre ecológico y social que de no revertirse puede conllevar a su abandono, como ya ha sucedido en otras regiones de la Tierra.     

Esperemos que el ejemplo de los mayas, los incas, los griegos, los egipcios, tantas Civilizaciones del pasado, nos enseñe que de no tener en cuenta las señales que nos da la que en muchas culturas llamamos Madre Tierra, estaremos contribuyendo a dejar un futuro cada vez más incierto para la sobrevivencia de nuestras próximas generaciones.

«Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol»

Martin Luther King

IN LAK’ECH,

¡Yo soy otro tú, tú eres yo, con todas nuestras relaciones!

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